Hace unos cuantos días, para perplejidad e indignación de la
gente decente, el Congreso de la República de Colombia se negó a aprobar
una ley que incrementaba las penas de prisión para los condenados por
corrupción. Y, como si fuera poco, los congresistas también se negaron a
prohibir que, de ahora en adelante, a esos mismos corruptos les concedan el
beneficio de casa por cárcel.
Tendría que ser al revés: deberían haber ordenado
que les dieran la cárcel por casa.
Casi al mismo tiempo, como una ironía del destino, en el
otro costado del mundo las autoridades de Singapur expedían
nuevas normas para seguir combatiendo la corrupción, lo que ha hecho que ese
país se vuelva famoso en el mundo entero. “Milagro económico y legal”, lo
llaman en Europa. “El imperio de la ley”, le dicen sus vecinos asiáticos. En
este momento, Singapur es líder mundial en educación, salud y lucha contra
la corrupción.
Colombia, en cambio, y aunque nos duela en el alma, ocupa una de las peores
posiciones entre los países con mayor corrupción en el mundo entero, según lo
confirman las investigaciones internacionales serias y confiables.
De acuerdo con nuestra Contraloría General, la
corrupción nos está costando a los colombianos la monstruosa suma de
140.000 millones de pesos diarios, incluyendo sábados, domingos y festivos, lo
cual traduce que nos vale alrededor de 50 billones de pesos al año. Ese
platal no le cabe a uno en la cabeza, y conste que la mía es grandota.
Ahora los invito a que miremos el caso de Singapur, a ver si alguna vez cogemos
ejemplo.
Singapur, situada en el corazón de Asia, es una ciudad y al mismo tiempo un
país, tan pequeño que su territorio ocupa apenas 700 kilómetros cuadrados y
solo tiene cinco y medio millones de habitantes. Pero, así de pequeño, es el
segundo puerto más importante del mundo y el centro financiero donde tienen su
sede los bancos e instituciones financieras más grandes del planeta.
Precisamente, y a causa de esa actividad económica tan exitosa, se desató una
corrupción que parecía invencible. Los desfalcos y trampas de dinero eran cada
vez más grandes. La isla era estremecida diariamente por escándalos sobre
desfalcos, contratos amañados, corrupción del Estado y de las empresas
privadas. Se llegó a pedir sobornos hasta para autorizar el traslado de un
moribundo al hospital.
Fue entonces cuando el primer ministro Lee Kuan Yew, que había encabezado el
movimiento de independencia de su tierra, y al que consideraban padre de la patria,
resolvió enfrentar el problema sin contemplaciones con nadie. Lo primero que
hizo fue reunir su consejo de ministros y les dijo una frase que se volvería
famosa: “Si de verdad queremos derrotar la corrupción, hay que estar listos
para enviar a la cárcel, si fuese necesario, a nuestra propia familia”.
Rotación de funcionarios
Pusieron manos a la obra de inmediato. La primera medida que
tomaron, al contrario de lo que acaban de hacer los congresistas de Colombia,
fue incrementar con dureza las penas de cárcel para los culpables de
corrupción. Las condenas más altas se reservaron para quienes se
apropiaran de dineros destinados a los temas sociales más delicados, como
programas de salud y educación, o para atender a niños pobres y ancianos
desprotegidos.
La Justicia fue la primera en colaborar con el Gobierno. ¿Se puede decir lo
mismo en esta Colombia de nuestros días, donde hasta los más altos magistrados
están en la cárcel?
Una de las primeras medidas que tomó el gobierno de Lew Kuan Yew fue establecer
unas reglas claras y sencillas para contratar con el Estado, pues descubrió que
las normas legales habían sido redactadas con una confusión amañada,
precisamente para facilitar los enredos de la corrupción.
Y fue entonces cuando se ordenó, además, que los empleados públicos tenían
que rotarse en sus cargos cada cierto tiempo para evitar que se
enquistaran en las entidades, perpetuándose y corrompiéndolas.
Revisando las cuentas
En 1959, hace ya sesenta años, Lee Kuan Yew fue elegido
primer ministro, por primera vez, cuando apenas tenía 35 años de edad. Lo
primero que hizo fue anunciarle a Singapur entero que comenzaba la lucha
implacable contra la corrupción.
Para empezar, todo empleado del Gobierno, antes de posesionarse, tenía que
firmar un documento en el que autorizaba al Estado para revisar, cada vez
que quisiera, sus cuentas bancarias en el país o el exterior. Y si en
algún momento se le encuentra culpable de corrupción, pierde su derecho a la
pensión y nunca más puede volver a ocupar un cargo público.
Manos a la obra. Fueron enviados a la cárcel varios ministros, unos gerentes,
líderes sindicales, empresarios que ofrecían sobornos a los funcionarios,
periodistas corruptos que hacían negocios indebidos con entidades estatales.
“El resultado no ha sido solo moralmente estupendo, sino,
además, económicamente envidiable: pequeñito como es, Singapur es hoy el sexto
país más rico del mundo”
La batalla legal contra la corrupción estaba dando
extraordinarios resultados. Tanto que, cada vez que había elecciones, el primer
ministro ganaba de nuevo. La gente decía que Singapur era el único lugar del
mundo donde, desde los tiempos del paraíso terrenal, el bien había triunfado
sobre el mal.
“Es mejor que eso”, escribió el investigador Jonathan Tepperman. “Fue la victoria
de los justos sobre los malvados”.
Para que vean cómo fue aquella lucha titánica, les voy a poner un solo ejemplo.
En el año 65, la pena mínima por un pequeño soborno, que fuera comprobado
judicialmente, era de diez años de cárcel y cien mil dólares de multa, que hoy
equivalen a 300 millones de pesos colombianos.
En cines y colegios
Una de las leyes más afortunadas de Singapur fue, a mediados
de los años sesenta, la que ordenó que colegios y universidades enseñaran
a los jóvenes, en sus programas de estudio, la asignatura de ética pública. Lo
mismo se hacía con el público, a través de las salas de cine, antes de empezar
la película.
Fue entonces cuando se comprobó que uno de los aliados más perversos de la
corrupción en los organismos gubernamentales es la cantidad de trabas y
complicaciones que se les ponen a proveedores y contratistas privados. Se
descubrió, incluso, que muchas veces esas normas son creadas, precisamente,
para facilitar los sobornos.
Los resultados de esas decisiones están a la vista. El propio Banco Mundial, en
un informe del año pasado, reveló que Singapur es el país con menos trabas
administrativas y burocráticas a la hora de hacer contrataciones con
proveedores privados.
El resultado no ha sido solo moralmente estupendo, sino, además, económicamente
envidiable: pequeñito como es, Singapur es hoy el sexto país más rico del
mundo.
… y la pena de muerte
Pero no todo fue agua de rosas.
Pasaron los años porque el tiempo no se detiene ni en las buenas ni en las
malas. Es implacable. Estamos ya a comienzos de los años ochenta. En el mundo
entero estalla, como una auténtica epifanía, como un renacer florido de la
humanidad, el imperio de la nueva tecnología, las redes sociales, los correos
electrónicos, los teléfonos celulares. La humanidad entera se conecta. Ya no
hay distancias entre la gente. El mundo se vuelve un pañuelo cuyas puntas se
tocan.
Usadas torcidamente por el hombre, esas maravillas modernas se volvieron
aliadas de la corrupción a través de computadores, direcciones falsas, trampas
modernas, estaciones de comunicación por satélite.
La situación se puso peor que nunca. Lee Kuan Yew, que ganaba todas las
elecciones y ya llevaba más de veinte años al frente del Gobierno, apeló
entonces al recurso supremo, el último argumento, el más contundente de todos:
la pena de muerte. Se estableció que serían ejecutados los que, al incurrir en
la corrupción, hubieran ocasionado la muerte de otra persona. O los que
desfalcaran los presupuestos para temas especialmente sensibles, como
hospitales, escuelas públicas o ayuda alimenticia para los pobres.
El narcotráfico
Ministros y militares, jueces y policías, que estaban entre
los funcionarios más importantes del país cayeron en las garras afiladas del
delito. Fueron ahorcados o fusilados, al igual que los particulares que
participaron en los mismos hechos. Al Gobierno de Singapur la maldad humana no
le daba descanso. Por aquellos mismos años, y tal como ocurría entonces en
Colombia, a ellos les cayó la plaga del narcotráfico con su mancha de crímenes,
dolor y horror. Resolvieron aplicar también la misma pena de muerte a los
traficantes.
Así, poco a poco, fueron recuperando la tranquilidad y la legalidad de los años
anteriores. Hoy, Singapur no es solo la primera economía asiática –más rentable
que gigantes como China y Japón–, con una gigantesca inversión extranjera, sino
uno de los países más seguros para vivir porque su sistema de justicia es
reconocido como uno de los más confiables que existen.
Varias naciones han comenzado a seguir su ejemplo. ¿Y Colombia? Singapur
ocupa hoy el puesto número uno entre los países que han logrado erradicar la
corrupción. ¿Y Colombia?
Epílogo
Volviendo al caso de Colombia, lo más triste y doloroso es
confirmar que nuestro país resolvió acabar con la corrupción casi 200 años
antes de que lo hiciera Singapur. Yo también me quedé sorprendido al saberlo,
pero los hechos están ahí, irrefutables, en los anales de la historia.
Resulta que en el año de 1824 estaba Simón Bolívar en Lima y comprobó que en
las cinco naciones que él había liberado, y que en ese momento gobernaba, la
corrupción estatal era monstruosa. Entonces decretó pena de fusilamiento
para los culpables en Colombia, Venezuela, Perú, Bolivia y Ecuador.
Eso significa que hace 195 años exactos el Libertador ya se preocupaba por
combatir la corruptela, pero hoy el Congreso de la República se ocupa de
premiarla. Si Bolívar supiera la falta que nos está haciendo…
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