En contra de la creencia generalizada de que Hispania significa «Tierra de Conejos», los historiadores actuales defienden que la palabra «Hispania» procede de la fenicia «I-span-ya» («Tierra donde se forjan metales»).
Errores, gazapos, tópico y falsas creencias afectan de forma crucial a la visión sobre el pasado de España. Ni Isabel La Católica vendió sus joyas para comprar los barcos de Colón, ni la Corona de Aragón es lo mismo que el Reino de Aragón. La realidad siempre supera a la ficción en cruceza, pero casi nunca en adornos ni remilgos literarias.
1.º España no es tierra de conejos
La palabra «Hispania» servía a la civilización romana para denominar al conjunto de la Península Ibérica. Los escritores latinos, entre ellos Plinio el Viejo, Catón el Viejo y Catulo, creían que el significado de esta palabra era «tierra de conejos» porque, según ellos, las tierras ibéricas eran un lugar repleto de estos animales, más concretamente de damanes (unos mamíferos parecidos al conejo y extendidos en África). De hecho, en algunas representaciones y monedas acuñadas en «Hispania» suele aparecer una dama con un conejo a sus pies.
En contra de esta creencia, los historiadores actuales defienden que la palabra «Hispania» procede de la fenicia «I-span-ya». Según expuso Cándido María Trigueros en 1767, el término podría significar la «tierra del norte», aduciendo que los fenicios habían descubierto la costa de «Hispania» bordeando la costa africana, y ésta les quedaba al norte. No en vano, la teoría más aceptada en la actualidad sugiere que «I-span-ya» se traduce como tierra donde se forjan metales, ya que «spy» en fenicio (raíz de la palabra «span») significa batir metales. Detrás de esta hipótesis de reciente creación se encuentra Jesús Luis Cunchillos y José Ángel Zamora, expertos en filología semita del CSIC, quienes realizaron un estudio filológico comparativo entre varias lenguas semitas y determinaron que el nombre tiene su origen en la fama de las minas de oro de la Península Ibérica.
2.º Los musulmanes no conquistaron la Península
Una teoría sin resonancia académica ha tomado forma en ciertos círculos andalucistas en los últimos años: los musulmanes nunca conquistaron la Península Ibérica. Según esta teoría, el Islam que se desarrolló en España fue una evolución del arrianismo —una versión del cristianismo que practicaron los visigodos y otros pueblos germánicos en la Península Ibérica–.
Si bien esta posibilidad cuenta con poco o ningún respaldo documental o histórico, sí es en parte cierta la frase, aunque sea por otras razones. Lo correcto sería afirmar que fueron los árabes los que conquistaron la Península, pues el componente religioso no fue tan importante como se suele estimar tradicionalmente.
José Soto Chica, profesor de la Universidad de Granada e investigador del Centro de Estudios Bizantinos de esta ciudad, explica que el proceso de unificación del mundo árabe no respondió a cuestiones religiosas, sino étnicas. «Por primera vez en su historia, los árabes estuvieron unidos bajo una misma bandera. No hay que imaginar a los guerreros árabes de la época con un turbante al viento y cimitarras. Ellos llevaba un equipo militar similar al de un bizantino», apunta este experto. En este sentido, considera que el fanatismo religioso no fue un factor importante en esos primeros años de expansión: «Aunque aún no se pueda decir abiertamente en el mundo árabe, el islam no surgió directamente en su versión final, sino que, como el cristianismo, tuvo un proceso de construcción y desarrollo. El islam de los orígenes tenía muy poco que ver con el de un siglo después».
Es más, muchos de estos guerreros árabes no eran musulmanes, sino cristianos y judíos, de manera que lo determinante en su expansión fueron cuestiones militares y étnicas, no religiosas. Fueron las crónicas posteriores quienes introdujeron su visión del presente, mucho más islamizada, sobre aquel episodio del pasado.
3.º Corona y reino de Aragón no son lo mismo
Aunque hay tendencia a usar ambos conceptos como sinónimos, el Reino de Aragón y la Corona de Aragón son dos cosas muy distintas. Lo primero fue una entidad medieval que evolucionó desde un pequeño condado hasta convertirse en un poderoso reino del norte de la Península. Mientras que lo segundo, la Corona de Aragón, es la forma en la que denominamos al conjunto de territorios que estuvieron bajo la jurisdicción del Rey de Aragón desde 1164.
En el siglo XII, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV se casó con Petronila, la hija del Rey de Aragón Ramiro II, conforme al derecho aragonés, es decir, en un tipo de matrimonio donde el marido se integraba a la casa principal como un miembro de pleno derecho. El acuerdo supuso la unión del condado de Barcelona y del Reino de Aragón en la forma de lo que luego fue conocido como Corona de Aragón. En un contexto de alianzas medievales, la asociación de ambos territorios no fue, pues, el fruto de una fusión ni de una conquista, sino el resultado de una unión dinástica pactada entre la Casa de Aragón y la poseedora del Condado de Barcelona, que también aglutinan la mayoría de títulos de los territorios que hoy ocupan Cataluña.
En un contexto de alianzas medievales, la asociación de ambos territorios no fue, pues, el fruto de una fusión ni de una conquista, sino el resultado de una unión dinástica
La Corona de Aragón fue así un conjunto de reinos sometidos al Rey de Aragón entre los siglos XII y XV, entre los que estaban los Condados Catalanes (conforme pasaron los siglos el Conde de Barcelona también se hizo con todos los títulos), la propia Aragón, Valencia parcialmente, Sicilia, Córcega, Cerdeña, Nápoles y los ducados de Atenas y Neopatria. A lo largo del segundo cuarto del siglo XIII, se incorporaron a esta Corona las Islas Baleares y Valencia. Concretamente, el Reino de Valencia pasó a convertirse en un reino con sus propias Cortes y fueros. Y es que cada uno de los territorios mantuvieron por separado sus leyes, costumbres e instituciones, hasta el extremo de que el principal eje vertebrador era su obediencia al Rey de Aragón.
En este sentido, la designación de Corona catalanoaragonesa para llamar a la Corona de Aragón ha obedecido a la necesidad de poner en valor la importancia que tuvieron los catalanes y los aragoneses en esta asociación que dominó buena parte del Mediterráneo en la Edad Media. Sin embargo, al igual que los términos Monarquía hispánica o Reino asturleonés no existen referencias a la Corona catalanoaragonesa en el periodo en el que existió, siendo un invento con fines historiográficos y ampliamente usado a nivel académico.
4.º Isabel I no vendió sus joyas por Colón
Cuenta la leyenda que Isabel la Católica, Reina de un país pobre y austero, tuvo que vender hasta sus joyas para financiar la aventura de un misterioso genovés que, solo tras ser rechazado por Francia, Inglaterra y Portugal, recaló en un lugar tan tétrico como la España de los Reyes Católicos. Aquella venta de joyas permitió al italiano, un auténtico genio de la navegación (tan genio que, de haber sido cierto que se dirigía a Asia, hubiera conducido a la muerte a 90 hombres, 85 de ellos castellanos), descubrir un nuevo continente y regar de oro y esclavos Castilla. Fue así, según la visión anglosajona, como de forma inconsciente, sin querer, España pudo pagarse un bonito y maligno imperio para dominar Italia y los Países Bajos.
Esta visión sacada directamente de la Leyenda Negra incurre en varios errores. El primero es que la anécdota de la venta de joyas es falsa. Fue el propio Hernando Colón, hijo del navegante, quien en «La Historia del Almirante» lanzó la pintoresca historia en la que aparece la reina católica ofreciendo empeñar sus joyas para financiar el viaje colombino. Una imagen sin duda muy bella que recogió Fray Bartolomé de Las Casas en su «Historia General de las Indias».
Si bien es cierto que Fernando e Isabel la Católica tenían su economía volcada en ese momento sobre la guerra de Granada, tres carabelas no eran un esfuerzo hercúleo. En las cuentas del escribano de ración Luis de Santángel y del fiel ejecutor de Sevilla Francisco Pinelo se anotó que habían entregado al obispo de Ávila, Fernando de Talavera, 1.157.100 mrs. «para el despacho del Almirante».
Además, la Reina no podía pignorar sus joyas porque hacía tiempo que las tenía empeñadas a los jurados de Valencia como garantía de un préstamo para financiar la guerra de Granada. Buena parte de los fondos y recursos entregados a Colón procedieron de una sanción a la villa de Palos para que pusieran en manos del navegante dos naves. Colón financió la parte que le correspondía con un préstamo de su amigo y factor el florentino Juanoto Berardi.
En cualquier caso los castellanos eran desde hace siglos duchos en la navegación y estaban preparados, por encima de casi cualquier otra nación atlántica, para emprender una aventura de esta envergadura. Pudo así ser casual la oportunidad (palabra que procede del latín opportunitas y significa «delante del puerto») que ofreció Colón, como lo son todas las oportunidades, pero no la forma de aprovecharla, de colocarse literalmente delante del resto.
Solo seis meses después del primer viaje, la Corona autorizó otra expedición de 17 barcos y 1.500 personas embarcadas. Pocos reinos de Europa estaban en disposición de movilizar en tan pocos meses un número tan alto de recursos y de capital humano.
5.º Carlos V no era alemán
Lo correcto para dirigirse a cualquier monarca o dirigente es hacerlo por su cargo superior. Es decir, a Felipe II de España no tendría ningún sentido que los habitantes del Milanesado se refirieran a él como el Duque de Milán, a pesar de que también ostentó este título a lo largo de su vida. De la misma manera que tiene poco sentido, desde un punto de vista historiográfico, hablar de Carlos de Gante como el Rey Carlos I de España en vez de hacerlo como el Emperador Carlos V o, en su defecto, como Su Cesárea Majestad. No obstante, la vinculación de Carlos V a Alemania, entendida esta como los territorios que entonces ocupaban el Sacro Imperio Germánico, ha llevado tradicionalmente a pesar que se trataba de un rey de carácter y sangre germana. Nada más lejos de la realidad.
La familia Habsburgo tiene su origen más remoto en el antiguo ducado de Suabia, una región germanófona de lo que hoy es Suiza. Desde allí extendieron su influencia a Austria, epicentro de su poder real, y lograron hacerse con la dignidad imperial, que era un cargo más nominal que efectivo. En este ascenso hacia el cetro europeo, a finales del siglo XV los Habsburgo enlazaron con otra poderosa familia, la Casa de Borgoña, a través del matrimonio del futuro Maximiliano I con María de Borgoña, hija del mítico monarca Carlos «El Temerario».
La alianza de estas dos familias aportó a los Habsburgo Borgoña y los Países Bajos, aunque María luchó toda su vida porque Maximiliano no interfiriera en los asuntos de su casa. De este turbulento matrimonio, nacieron Felipe «el Hermoso» y Margarita de Austria, así como una férrea rivalidad con Francia, que nunca renunció a su influencia sobre estos territorios francófilos vecinos.
Carlos no había pisado nunca este territorio y entendía muy poco el alemán
El heredero varón de Felipe «el Hermoso», Carlos de Gante, nació y se educó en lo que hoy es Bélgica. Como le ocurriría a Felipe II cuando viajó a los Países Bajos a principios de su reinado sin saber apenas francés, Carlos fue recibido con bastante recelo entre la nobleza española al ser proclamado Rey de Castilla y luego de Aragón a causa de su incapacidad para expresarse en su idioma más allá del saludo protocolario.
Se repitió el problema en Alemania cuando disputó y obtuvo la elección como Emperador del Sacro Imperio Germánico. Carlos no había pisado nunca este territorio y entendía muy poco el alemán. Es más, fue un idioma que no pudo dominar del todo, como demuestra el hecho de que en sus intervenciones frente a dirigentes alemanes prefiriera hablar en francés.
6.º El Escorial no tardó mucho en construirse
La expresión «dura más que la obra del Escorial» se emplea habitualmente para definir una empresa interminable, que se alarga más de lo esperado. Injusta referencia a las obras que Felipe II ordenó y supervisó en cada uno de sus detalles para levantar «la octava maravilla del mundo», el Real Monasterio de El Escorial, residencia y tumba del Monarca. La realidad es que uno de los mayores edificios de su tiempo fue completado en solo 35 años para gran asombro de los viajeros europeos. El embajador veneciano lo definió como «superior a cualquier otro edificio hoy existente en el mundo», mientras que el embajador de Lucca lo definió como «la fábrica mayor y mejor dispuesta de Europa».
Las obras como tal terminaron de forma oficial en septiembre de 1584 con la apertura de la basílica, tras solo 21 años, aunque se alargaron por diez años más en otras estancias. A la vista de todos, Felipe II lloró mientras asistía a la consagración de la basílica, después de la cual los obreros empezaron a desmantelar los andamios y las grúas de madera. Según fray Antonio de Villacastín, obrero mayor del tempo, habían trabajado de ordinario «1.500 oficiales de la construcción, y otros tantos peones, 300 carros de bueyes y mulas» que cobraban 10.000 ducados al mes en los años claves de la obra. En total, el obrero mayor calculaba que el Rey había gastado seis millones y medio de ducados para finalizar por completo la edificación.
7.º A Napoleón no le derrotaron los guerrilleros
Napoleón Bonaparte revisó desde su exilio en Santa Elena los errores que habían provocado su fracaso militar: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades, y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al Ejército británico en la Península».
La guerra en España costó 110.000 bajas a los franceses, según los trabajos de Jean Houdaille, a los que hay que añadir en torno a 60.000 muertos de las tropas aliadas que acompañaron la invasión. Una catástrofe militar que fue denominada como la «úlcera española» de Napoleón, y que junto a la «hemorragia rusa» llevaron al colapso del imperio galo.
Una imagen que solo corresponde a la primera fase del conflicto, cuando los españoles debieron improvisar absolutamente todo debido a que buena parte de sus tropas estaban en Dinamarca
En el imaginario popular ha quedado plasmada la imagen de los guerrilleros españoles, mal armados y peor equipados, combatiendo a los franceses con tácticas de guerra no convencional. Una imagen que solo corresponde a la primera fase del conflicto, cuando los españoles debieron improvisar absolutamente todo debido a que una parte importante de sus tropas estaban en Dinamarca.
Con ayuda inglesa, los españoles fueron capaces de armar ejércitos y aguantar seis años de guerra, siendo el único país de Europa que fue capaz de algo así. En otros países europeos hubo guerras similares, pero alternada con varios años de rearme y de paz. En España no hubo pausa y se vivieron grandes batallas campales como la de Bailén (el 19 de julio de 1808), que supuso la primera derrota en campo abierto de la historia del ejército napoleónico. En julio de 1812 se produjo la derrota francesa de Arapiles y en junio de 1813 la de Vitoria.
Luis Sorando Muzas, autor del libro «El Ejército español de José Napoleón» (Desperta Ferro), considera un mito la imagen del guerrillero con trabuco al hombro pateando durante años los peñascos castellanos: «Figuras como Juan Martín Díez, llamado “el Empecinado”, tenían varios regimientos a su disposición, perfectamente uniformados y adiestrados, aunque ciertamente sin una base fija. El guerrillero típico no existió una vez los ingleses tomaron Andalucía. A partir de entonces quedaron unidades formadas por guerrillas, sí, pero no en un sentido literal. 200 jinetes no eran una guerrilla».
Al respecto del peso de los ingleses en la guerra, Sorando Muzas asegura que, si bien los británicos inclinaron la balanza, «no fueron tan imprescindibles como se nos ha contado. En la mayoría de partes de la Península solo hubo asistencia material, no tropas como tal. Únicamente en la zona de Extremadura hubo tropas ingleses».
8.º La «estabilidad» de la Primera República
Se suele poner como ejemplo de la inestabilidad de la Primera República, que efectivamente era frágil pero por otras razones, el que en sus primeros once meses se sucedieran cuatro presidentes del Poder Ejecutivo, todos ellos del Partido Republicano Federal, hasta que el golpe de Estado del general Pavía del 3 de enero de 1874 puso fin al experimento político, primero a la República Federal y luego a sus restos a finales de ese año. Cifras nada alejadas de las registradas por los gobiernos Borbones en el siglo XIX. El cómputo global del reinado de Isabel II, incluída la regencia, arrojó la insana cantidad de 60 presidencias en treinta y cinco años.
Durante el reinado de su padre, Fernando VII, que acostumbraba a nombrar y destituir ministros como quien respira, tuvo lugar un periodo de gran inestabilidad política. En los años que vivió el Trienio Liberal desfilaron hasta catorce presidentes entre interinos y breves, algunos de tanto prestigio intelectual como el poeta y dramaturgo Francisco Martínez de la Rosa o Evaristo Fernández de San Miguel.
El cómputo global del reinado de Isabel II, incluída la regencia, arrojó la insana cantidad de 60 presidencias en treinta y cinco años
La Restauración Borbónica (1874) a través de la figura de Alfonso XII imprimió cierta estabilidad al país. Bien es cierto que el sistema tenía poco de democrático, puesto que se basaba en el bipartidismo y la alternancia política entre conservadores y liberales, marginando a través de un sistema electoral basado en el caciquismo a socialistas y anarquistas, que no tardaron no pedir su sitio a base de bombas y asesinatos. Cánovas accedió siete veces al cargo de presidente del Consejo de Ministros antes de ser asesinado precisamente por un anarquista, mientras que el líder liberal por antonomasia, Mateo Sagasta Escolar, lo fue cuatro veces.
El número de presidentes hasta finales de siglo, ya iniciado el reinado de Alfonso XIII, prueban la tranquilidad institucional que trajo el turnismo político. Quince presidencias en un cuarto de siglo era lo más parecido a calma institucional que podía ofrecer el país.
9.º La proclamación de la Segunda República
Se suele asegurar, sin pestañear, que la Monarquía cayó el 14 de abril de 1931 tras el abrumador éxito de las candidaturas republicanas en unas simples elecciones municipales. Y ciertamente así lo sintió Alfonso XIII y quienes le recomendaron que abandonara cuanto antes el país, en vez de esperar, como el Monarca deseaba, a la celebración de unas elecciones generales un mes después.
Las elecciones municipales celebradas el domingo 12 de abril de 1931 provocaron un seísmo en España. Las candidaturas republicanas habían planteado las elecciones como plebiscitarias, de modo que cuando empezaron a llegar los primeros resultados favorables a sus intereses salieron a la calle a presionar un cambio en el sistema. A las diez y media de la mañana siguiente, el presidente Aznar-Cabanas entró en el Palacio de Oriente de Madrid para celebrar el Consejo de Ministros rodeado de una nube de periodistas. Preguntado por si habría crisis de gobierno, Aznar-Cabanas contestó: «¿Que si habrá crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se despierta republicano?».
En los siguientes días los acontecimientos se precipitaron y la Familia Real terminó tomando el camino del exilio. La bandera tricolor fue izada en varios ayuntamientos de la geografía española sin que la Guardia Civil lo evitara. La proclamación de la Segunda República, sin embargo, contó con una letra pequeña sobre la que pocas veces se suele reparar. Conforme llegaron nuevos datos del recuento electoral se hizo más evidente que las candidaturas monárquicas habían aguantado en pie, sustentadas por los mecanismos del caciquismo, mejor de lo anunciado.
Habían ganado los de siempre. El indestructible caciquismo había arrojado un resultado conjunto de 40.168 concejales monárquicos contra 19.035 republicanos, según datos del Anuario de Estadística. La victoria republicana era, sin embargo, indiscutible en las capitales de provincia y en los grandes núcleos urbanos. Las masas republicanas llenaron las calles de Barcelona y Madrid de banderas tricolor y cantaron el himno de Riego antes de que terminara el recuento.
10.º No fue un golpe franquista
Es bastante habitual referirse al Golpe de Estado que sufrió la Segunda República en julio de 1936, inicio de la Guerra Civil, como «golpe franquista» y al bando de militares sublevados como de «franquistas». Se trata de un error nacido de estudiar el pasado desde el presente, desde el conocimiento de que a largo plazo sería el general gallego quien se hizo con el control de los militares sublevados. La realidad, sin embargo, es que Franco no dedidió tomar partido en el pronunciamiento hasta el último momento y que no lo hizo como su líder.
Emilio Mola, que ejerció como director del golpe militar del 18 de julio, y José Sanjurjo, llamado a ser el líder de aquel bando, lograron solo el apoyo de cuatro de los 24 generales principales del país. La rebelión estuvo respalada, en el plano de la jefatura activa, por el director general de Carabineros, Queipo de Llano, republicano y consuegro de Alcalá-Zamora; por dos generales de brigada con mando, Goded y Mola, y por dos generales de división con mando, Cabanellas y Franco.
Su posición, su popularidad y su creciente prestigio en el Ejército convirtieron a Franco en una pieza fundamental a ojos de Sanjurjo, que se desesperó ante la ambigüedad del general de división y pronunció su famoso quejido: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito».
Sería la temprana desaparición de Sanjurjo y Goded y la posterior muerte de Mola lo que allanaron el camino a que Franco, que inició el golpe al grito de «¡Viva España!» y «¡Viva la República», se hiciera con el control único en su bando y fuera estableciendo las líneas maestras de lo que iba a ser su régimen dictatorial. No obstante, Miguel Cabanellas, presidente de la Junta de Burgos por ser el general decano, señaló al resto de mandos sublevados el peligro a largo plazo de entregarle el mando a Franco, que había servido en sus filas en África:
«Ustedes no saben lo que han hecho, porque no le conocen como yo, que le tuve a mis órdenes en el ejército de África [...]. Si, como quieren, va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra ni después de ella, hasta su muerte».
Otro error muy común es pensar que todos los militares levantados contra la Segunda República lo hicieron con la idea de establecer una dictadura de corte fascista.
Otro error muy común es pensar que todos los militares levantados contra la Segunda República lo hicieron con la idea de establecer una dictadura de corte fascista, lo cual es un disparate si se tiene en cuenta que al principio del conflicto la Falange era un partido minoritario y con pocos seguidores en el Ejército. El plan original de buena parte de los golpistas era teóricamente republicano y antiizquierdista, de manera que algunos pensaban en establecer una república autoritaria hasta que se estabilizaran las cosas. Sin ir más lejos, Queipo de Llano era republicano y consuegro de Alcalá-Zamora; Miguel Cabanellas, liberal y masón; Sanjurjo, monárquico, y Franco había rechazado meterse en política de forma reiterada.
Incluso un antiguo monárquico conservador como Franco era favorable a respetar el sistema republicano, incluida la separación de Iglesia y Estado. Como señala Stanley G. Payne en su libro «La revolución española: 1936-1939» (Espasa), el militar era «partidario de realizar un viraje más autoritario, seguido de una consulta amplia para determinar el carácter definitivo del régimen». Sin embargo, una vez que tomó el poder ya no lo volvió a soltar.
FUENTE: abc
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