El coronavirus se desató en Corea del Sur a finales de enero, cuando Yoo Yoon-sook cumplía seis meses en su nuevo trabajo. Ella se acababa de mudar de Seúl, donde pasó tres décadas trabajando en la misma farmacia, para abrir la Farmacia Hankyeol (“confiable”) en la ciudad de Incheon, cerca del aeropuerto internacional. Yoo aún no conocía bien el vecindario que rodeaba su nueva farmacia “antes de que todo esto ocurriera”, me dijo. Todo se centró en el coronavirus, todo el tiempo.
Las 1100 farmacias de Incheon, incluida la de Yoo, comenzaron a vender las mascarillas KF-94, equivalentes a las N95 estadounidenses, hasta que se agotaron. Lo mismo ocurrió en las tiendas de los vecindarios y las grandes cadenas minoristas como E-Mart. A medida que los coreanos descubrían la escala y la agresividad de la COVID-19, primero mediante los informes chinos y después por el aumento repentino de casos en el país, la mascarilla con la textura y la estructura que probaron ser las más efectivas contra el virus no estaba disponible, excepto en línea a precios exorbitantes. El enojo de los clientes crecía mientras esperaban afuera de las tiendas. Una farmacia de Incheon colocó un letrero en el que se leía: “Respecto a las mascarillas: las amenazas, la violencia física y los insultos contra los empleados son sancionables mediante el derecho penal”.
La “crisis de mascarillas” llegó a tal grado que el gobierno central decidió intervenir en la producción y distribución. A finales de febrero, anunció que compraría el 50 por ciento de las mascarillas KF-94 a los cerca de 130 fabricantes de la nación. El gobierno comenzó a distribuir esas mascarillas a un precio rebajado de 1500 wones (alrededor de 1,23 dólares) cada una a aproximadamente 23.000 farmacias, en colaboración con la Asociación Farmacéutica Coreana.
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