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EL HOMBRE Y SU MEDIO. LA NATURALEZA, MUCHO MÁS QUE UN OBJETO DE EXPLOTACIÓN

Qué es Naturaleza? » Su Definición y Significado [2020]
Somos muchos los que no contamos con un jardín donde aspirar, tras la lluvia, el aroma de la tierra. Muchos para quienes el perfume de las flores no es habitual. Muchos los que disponemos, a lo sumo, de un módico balcón suspendido en una selva de piedra, cable y cemento. Cada tarde, sin embargo, ese rincón nos regala un fragmento de cielo donde saciar nuestra sed de inmensidad o un presentimiento de lo eterno.


La peste , al forzar la reclusión, volvió apremiante el deseo de retomar el trato con la naturaleza; más que intensa la necesidad de volver al mar, al campo, a la montaña.

Es evidente: la naturaleza y nosotros no somos lo mismo . Un enigmático abismo nos separa. Pero un alivio profundo nos dice, en cada reencuentro con ella y con más fuerza en estos meses de encierro, que lejos de la naturaleza nos cuesta reconocernos.


Basta advertir que respiramos para sabernos inscriptos en una realidad que nos trasciende y da sustento. Sumergidos en un océano de oxígeno, no solo somos creadores sino también criaturas habilitadas para la vida. Integramos algo que nos excede. En ese algo nos movemos y rara vez lo notamos, concentrados como estamos en los desafíos de nuestra inmediatez. Cuando lo hacemos, el asombro nos colma y la naturaleza se convierte, entonces, en algo más que un entorno: se nos revela indisociable de nosotros. Su destino y el nuestro se dejan ver como inseparables.

No obstante, somos otra cosa que estricta naturaleza. "Estamos hechos de palabras", propone Octavio Paz. Somos lenguaje y nos sabemos lenguaje. Esa autoconciencia expresa nuestra singularidad. Intérpretes verbales de cuanto hay, lo somos a la vez de nosotros mismos. Sin perder realidad, la naturaleza en nosotros ha perdido protagonismo. Ese valor hegemónico, por no decir absoluto, que ella preserva en las demás especies, en la nuestra se ha extinguido. El pájaro ignora que vuela. No nada el pez bajo el agua porque no sabe que lo hace. Somos nosotros quienes infundimos, con la palabra, sentido a cada una de esas acciones. Es en nosotros donde el pájaro vuela y nada el pez.


Algo excepcional ocurrió con el hombre. Algo que lo arrancó de ese anonimato universal. No es la conciencia. Todos los seres vivos la tienen a su modo, si por ella se entiende el discernimiento que les permite asegurarse la subsistencia. Es otro el don, otro el milagro en nuestro caso: la autoconciencia. Ese rebote prodigioso de la conciencia sobre sí misma. Ese lapsus de la fatalidad. Esa evasión del hombre a las imposiciones intransigentes de la naturaleza.

Somos nosotros, solo nosotros, quienes se saben vivos. Solo nosotros los que saben que morirán. Es que somos existencia. Seres expuestos al encuentro y a la pérdida de sentido. Vida que se autodescubre y descubre a la naturaleza.

El sentimiento de interdependencia del hombre con su medio natural proviene de lejos. Su origen se hunde en mitologías remotas. Fue, en sus comienzos, un sentimiento de terror y vasallaje ante lo inconcebible: la luz, el hielo, la oscuridad, el vendaval y el desierto. En el siglo XVIII, Rousseau idealizó la naturaleza como el hogar perdido y alentó a recuperarla. Hipólito Taine, cien años después, se empeñó en persuadirnos de que, aun en nuestras creaciones más excelsas y en apariencia más distanciadas de ella, éramos deudores de la geografía. ¿Cuánto debe, se preguntó, la tragedia shakespeariana a la piedra y la bruma y al áspero viento inglés?



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