
La naturaleza es una potencia. Es muy fácil comprenderlo. Se puede colocar una semilla a unos cuantos centímetros de la superficie terrestre y al cabo de un tiempo se podrá ver que de la semilla brotará algo distinto, en forma de planta. Si alguna persona alza su mano no podrá sostenerla demasiado tiempo porque se encontrará con una fuerza que le obligará a bajarla. Las aves vuelan por los aires sin necesidad de que alguna máquina los haya producido y creado con mecanismos interiores que les posibiliten volar. Las montañas, la flora y la fauna que las habita y cuya belleza estética se pierde cada día al destruirlas, no requirió de la existencia de algún pintor o arquitecto que las diseñara, pues poseen una fuerza intrínseca que hace de su existencia un juego de fuerzas y potencias que le han proporcionado la vida. Pero no es una fuerza y una potencia inofensiva, como veremos.
En ese escenario existen miles de millones de microorganismos así como partículas, igual por miles de millones, invisibles a nuestra mirada que cohabitan entre sí y con el ambiente al que pertenecen. Ni la vida natural ni los miles de millones de microorganismos que se mueven y multiplican conforman estructuras apacibles y dosificadas de un tipo de virtud que las haga dóciles y sujetas de conductas susceptibles de ser “dominadas” o domesticadas para beneficio de los seres humanos. Han sido estos últimos quienes en virtud de esa cualidad que poseen de pensamiento abstracto, y memoria, quienes han creído que la naturaleza no es otra que una serie de objetos que están a su disposición con el fin de mejorar sus condiciones de vida.
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