DR. ALEJANDRO ASMAR.- ¿Qué sería de una embarcación y de la suerte de todos los marineros si todos quisieran imponer sus criterios sobre cómo debería dirigirse y orientarse? ¿Qué sería de una familia donde todos sus integrantes impusieran sus propias normas según sus distintos pareceres? O de una docencia donde los alumnos hablaran al mismo tiempo y dictaran el contenido de la clase, sin subordinarse a una directriz que encauce el rumbo del aula? El desorden, la indisciplina y el caos, imperarían con todas sus consecuencias.
Y lo mismo también pasaría en un Gobierno que no sepa gestionar inteligentemente las diferencias y posiciones encontradas que se dan dentro del mismo y dentro de la sociedad, en virtud de los distintos intereses que se entrecruzan, se contraponen y a veces chocan.
De ahí que el arte de gobernar requiera de saber lidiar con la colisión de diversos intereses, para dar a tantas individualidades una forma organizada de vida colectiva, impidiendo que se formen un maremágnum de pasiones y contradicciones que haga naufragar la nave del país.
Y nuestra sociedad ha demostrado que está dividida en posiciones irreconciliables sobre diversos temas nodales, como las tres causales del aborto y la aplicación de las leyes. La solución del primero nos remite a lo que expresa taxativamente la Constitución cuando determina que la vida empieza desde el momento de la concepción. Esto significa que para dar cabida a las tres causales habría que modificar esta premisa constitucional. Sobre la aplicabilidad de las leyes queremos que sea laxa, flexible, complaciente y prescindible cuando nos afecta a nosotros, pero queremos que sea dura, inflexible y vertical cuando se trata de los otros.
Ante tantas divergencias y puntos de vista enfrentados, que ven la vida desde distintas perspectivas, se impone la necesidad de gobernar en base a la política de mano dura y guantes de seda. Hablamos de la mano dura de la firmeza, la disciplina y la responsabilidad, en lo relativo a políticas organizativas de la sociedad que faciliten la buena gobernabilidad.
La sociedad necesita orden, institucionalidad, rigor y disciplina para avanzar y crecer en armonía, y ello requiere de manos firmes que brinden seguridad en los objetivos que se persigue. Manos duras para hacer que se cumplan las leyes y manos de seda para no excederse y no actuar con asperezas.
Y ahora que hablamos de leyes, viene a colación el papel que puede jugar nuestra Constitución como argamasa social y punto de confluencia de las distintas posturas que se impugnan unas a otras. Pero esa constitución para poder ejercer ese papel necesita volver a la pureza de sus orígenes, requiere que le quiten todos los parches y adendum que hacen confusa y contradictoria su aplicación.
Nuestra Carta Magna debe ser reformada a partir de la que se hizo en el año 1963, extirpándole los remiendos y adecuándola a los tiempos actuales. Pero esta reforma no debe estar inspirada ni motivada por politiquería ni conveniencias del momento. Hay que descoserle las costuras que la convirtieron en un traje sastre a la medida de ciertos intereses.
Y dado que el Tribunal Constitucional no ha cumplido con las funciones esenciales para las cuales se creó, y este mismo tribunal es un hijo defectuoso de dichos parches, la reforma debe emanar del pueblo soberano a través de un referéndum y una constituyente que se erija para tal fin, como se está haciendo ahora en Chile.
De este mismo poder, emanado del pueblo, también saldrían la elección de los jueces para que tengan per se una categoría institucional verdaderamente independiente.
Si el presidente Luis Abinader sintetiza en su figura y persona esta suprema aspiración nacional, se casaría con la gloria y estaría escribiendo con letras de oro un lugar de honor en la historia dominicana, pues encabezaría una modificación patriótica, y no política, oportunista, caprichosa y convenienciera como la del 2010 y las que le antecedieron.
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